martes, 22 de abril de 2008

Oracion funebre por modo de epilogo

(El perro Orfeo, pensando sobre la muerte de su amo, don Augusto)

¡Pobre amo! Dentro de poco le enterrarán en un sitio que para eso tienen destinado. ¡Los hombres guardan o almacenan sus muertos, sin dejar que perros o cuervos los devoren! Y que quede lo único que todo animal, empezando por el hombre, deja en el mundo: unos huesos. ¡Almacenan sus muertos! ¡Un animal que habla, que se viste y que almacena sus muertos! ¡Pobre hombre!

¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Fue un hombre, sí, no fue más que un hombre, fue sólo un hombre! ¡Pero fue mi amo! ¡Y cuánto, sin él creerlo ni pensarlo, me debía...!, ¡cuánto! ¡Cuánto le enseñé con mis silencios, con mis lametones, mientras él me hablaba, me hablaba, me hablaba! "¿Me entenderás?", me decía. Y sí, yo le entendía, le entendía mientras él me hablaba hablándose y hablaba, hablaba, hablaba. Él al hablarme así hablándose hablaba al perro que había en él. Yo mantuve despierto su cinismo.

¡Perra vida la que ha llevado, muy perra! ¡Y grandísima perrería, o mejor, grandísima hombrada la que le han hecho esos dos! ¡Hombrada la que Mauricio le ha hecho; mujerada la que le ha hecho Eugenia! ¡Pobre amo mío!

Y ahora aquí, frío y blanco, inmóvil, vestido, sí, pero sin habla ni por fuera ni por dentro. Ya nada tienes que decir a tu Orfeo. Tampoco tiene ya nada que decirte Orfeo con su silencio.

¡Pobre amo mío! ¿Qué será ahora de él? ¿Dónde estará aquello que en él hablaba y soñaba? Tal vez allá arriba, en el mundo puro, en la alta meseta de la tierra, en la tierra pura toda ella de colores puros, como la vio Platón, al que los hombres llaman divino; en aquella sobrehaz terrestre de que caen las piedras preciosas, donde están los hombres puros y los purificados bebiendo aire y respirando éter. Allí están también los perros puros, los de san Humberto el cazador, el de santo Domingo de Guzmán con su antorcha en la boca, el de san Roque, de quien decía un predicador señalando a su imagen: ¡Allí le tenéis a san Roque, con su perrito y todo! Allí, en el mundo puro platónico, en el de las ideas encarnadas, está el perro puro, el perro de veras cínico. ¡Y allí está mi amo!

Siento que mi espíritu se purifica al contacto de esa muerte, de esta purificación de mi amo, y que aspira hacia la niebla en que él al fin se deshizo, a la niebla de que brotó y a que revertió. Orfeo siente venir la niebla tenebrosa... Y va hacia su amo saltando y agitando el rabo. ¡Amo mío! ¡Amo mío! ¡Pobre hombre!»

Domingo y Liduvina recogieron luego al pobre perro muerto a los pies de su amo, depurado como este y como él envuelto en la nube tenebrosa. Y el pobre Domingo, al ver aquello, se enterneció y lloró, no se sabe bien si por la muerte de su amo o por la del perro, aunque lo más creíble es que lloró al ver aquel maravilloso ejemplo de lealtad y fidelidad. Y dijo:

¡Y luego dirán que no matan las penas!

Niebla Don Miguel de Unamuno.

domingo, 6 de abril de 2008

Novela aun sin titular (fragmento)

-Un discurso precioso, sin duda. Pero sabes que todos moriremos allí.
-Lo sé. Es lo justo. Cinco años de guerra en el extranjero, matando al enemigo para defender nuestra patria y ahora regresamos a ella para morir en sus manos.
-No deja de ser irónico.
-La muerte siempre es irónica. Es el final para un hombre con ansias de eternidad.
-La eternidad es solo para los dioses. Los mortales nacemos predestinados a la muerte.
-Eso no lo hace más fácil.
-¡Vaya! ¿Quién lo iba a decir? El gran héroe, el que nunca temió a la muerte se encoje ante ella en el último momento. No eras tú el que nunca le tuvo miedo.
-Aunque no lo creas, siempre la temí. Como no temerla. Siempre acechando, como un fantasma. El único enemigo, contra el que luchamos desde que nacemos. Y ahora que se que está cerca, te parecerá una estupidez, pero me siento más vivo que nunca, todo me parece más real, el sol, las nubes, las olas rompiendo contra el barco, las gaviotas, el aliento de los hombres bajo mi mando, rezándole a los dioses por sobrevivir cuando en el fondo, y a pesar de mis palabras, saben que no saldrán vivos de esta batalla.
-Es el precio que pagamos por ser soldados. Una muerte joven y con honor.
-No hay honor en la muerte, solo hay muerte en la muerte. Le llega igual al soldado que al herrero, al joven que al viejo, y cuando llega ya nada importa, porque cuando hay muerte no hay vida y toda vida es para la muerte. Toda vida, por ello es absurda, destinada a olvidarse a sí misma. Un fugaz momento de existencia en la inmensidad de la nada.
-Daremos la vida por una buena causa. ¡Qué mejor causa que defender tu patria! Para que los hombres que quedan en la ciudad puedan levantar las defensas mientras se retrasa el enemigo.
-Daremos la vida por prolongar otras vidas, vidas que al igual que la nuestra también llegaran a su fin. ¡Qué real me parece todo ahora! ¡Qué real y que absurdo! Somos figurillas de madera en el juego de los dioses, impíos todos ellos. Sin compasión por los hombres, que les entregan sus vidas sin cuestionarse. Es, en fin, la tragedia de los mortales, y sin embargo, ¿No cambiarían los dioses su eternidad por un solo instante tan vivo como este? ¿No darían su eternidad por ser tan conscientes de su existencia como lo somos nosotros dos ahora? Los dioses no existen, no pueden existir porque no pueden dejar de hacerlo. Simplemente están. Siempre estuvieron ahí y siempre estarán. Sentados en sus tronos de éter condenados a no existir jamás.
-Es dura tu afirmación.
-Pero totalmente cierta. Jamás podrán saber lo que significa vivir porque no están vivos, ni están muertos. Nosotros, que sabemos que estamos muertos, que nacemos muertos, arañamos nuestros últimos instantes porque estamos vivos. Y mañana poco importará, pues ya no estaremos, ya no existiremos, pero ahora eso no importa. Solo me importan las gaviotas.